miércoles, 7 de mayo de 2008

Una de política



El ejercicio de la política exige –o debería exigir- la facultad de ver más allá de la propia nariz y la de olvidar el propio interés en beneficio del interés común. Sin embargo, estas dos facultades son precisamente las más difíciles de encontrar en la inmensa mayoría de los políticos (y no digo en todos porque algún despistado puede haber). Habrá quien pueda reprocharme un excesivo platonismo en mi planteamiento y quien, bien apegado al terruño, afirme que un político que fuera capaz de olvidar, de abstraer, su propio interés personal sería algo así como un héroe y no son estos tiempos de heroicidades. Y tendría razón: desgraciadamente, no es este un tiempo de heroicidades. Por el contrario, este es un tiempo de pragmatismo y no hay nada más pragmático que el propio interés.

Desde una perspectiva liberal, el avance de la sociedad se alcanza por medio de la confluencia de los distintos intereses individuales. La competencia entre los diferentes intereses en liza dará como resultado la mejora del colectivo pero, para que este sistema funcione, es necesaria una mínima intervención de los poderes públicos con el único fin de asegurar que los distintos contendientes compitan con limpieza, en condiciones de igualdad y que el éxito individual tenga su origen en el esfuerzo personal, en el propio mérito, y no en otro tipo de circunstancias. La competencia requiere normas claras y exige un control de su cumplimiento, de tal manera que no sea posible para nadie, de una parte, la inobservancia de las reglas y, de otra, la adecuación de estas reglas a un interés distinto del interés general. Desde luego, no hay que ser muy perspicaz para contemplar cientos y cientos de ejemplos en los que no se cumplen las normas, en los que las normas se adaptan a un interés específico o, lo que todavía es más común, en los que se dan esos dos supuestos a un tiempo. Es la confrontación del ser con el deber ser.

Ante esta tesitura sólo caben dos alternativas: adaptarse a la realidad o enfrentarse a ella para cambiarla. La opción mayoritaria pasa por lo que ha sido la norma en la Historia de la humanidad: adaptarse. La adaptación al medio es la mayor evidencia de la inteligencia humana y, siendo sinceros, ha sido la garantía de nuestra supervivencia como especie. De ahí que el heroísmo haya sido –y continuará siendo- la excepción.

En el mundo de la política, salvo escasísimas excepciones, el triunfo, la supervivencia, se ha basado históricamente en la capacidad de adaptación a la realidad y en el arte del mimetismo. Cierto es que los políticos que han pasado a la Historia han sido por regla general los que se enfrentaron a una realidad siempre mejorable y se esforzaron en cambiarla, pero éstos no sólo son –eran- una minoría, sino que fueron fruto de unas excepcionales circunstancias sin cuya confluencia nunca hubiera brillado su estrella. Son los casos de grandes políticos como Churchill, Adenauer, Gandhi, Martin Luther King, Margaret Thatcher o Ronald Reagan, por citar sólo algunos. Y no diré yo que todos ellos estuvieran desprovistos de egoísmo o que acertaran en cuanto hicieron, porque no sería verdad, pero lo que sí que puede afirmarse es que todos ellos se pusieron al servicio de unas ideas que siempre situaron por encima de su propio interés personal. Todos fueron personas de principios que se mantuvieron fieles a unas ideas. Son excepciones, claro está, pero su excepcionalidad, que es evidente en sus países de origen, hace todavía más patente la absoluta orfandad de la política española de grandes hombres, de grandes políticos.

Desde Cánovas, España sólo ha disfrutado de politiquillos de escasa talla, algunos con una formación intelectual muy por encima de la media, aunque de una escasísima estatura humana y, desde hace más tiempo del deseable, a la escasa altura política y personal –norma general del político español- se le ha unido una deficiente formación intelectual, muy por debajo de la formación del profesional español medio.

Con estos mimbres, es poco menos que imposible que el cesto de la política española sea lo que debería ser y la resistencia, el encastillamiento, de la clase política ante la necesidad de afrontar cambios en nuestro sistema político hace muy complicado que éstos puedan llevarse a efecto. El ejemplo del PP resulta sangrante y muestra un panorama absolutamente desalentador en el que la élite política se resiste a adoptar cualquier tipo de medida que asegurara la dignificación de su labor y de las personas que ejercen en política. La crisis que padece hoy el PP (muy similar a la que vivió el PSOE hasta la designación de Mister Zeta como Secretario General y no muy diferente de la que habría afectado al mismo PSOE de haber perdido las últimas elecciones) ejemplifica todas las miserias de una clase dirigente dispuesta a cualquier cosa con tal de no abandonar el “privilegio” de servir al pueblo. Personajes capaces de asesinar a su padre con tal de no levantarse del sillón ¡Y eso que dicen que los políticos españoles están mal pagados! Si estando tan mal pagados como dicen (gran mentira, por cierto) llegan a lo que llegan con tal de continuar cobrando su miserable sueldo, qué no harían si algún día estuvieran bien remunerados.

La política en España se ha convertido en otra forma de unción al pesebre del Estado, en un modo de vida sin otro objetivo que extenderlo en el tiempo cuanto sea posible y sin más expectativa que garantizarse una cómoda jubilación en algún consejo de administración. La política se ha convertido justamente en lo que no debe ser, ha pasado de medio a fin, y todo cuanto pueda perjudicar a esta nueva naturaleza es temido y evitado. De ahí que no sean pocos los que han puesto el acento en la infinita capacidad de la clase política a contemplar su propio ombligo, a poner el foco en aquellas cuestiones que sólo a ellos preocupan y a abandonar aquellos asuntos que afectan y preocupan a la población. El ejemplo de la reforma de los dichosos estatutos de autonomía es una clara evidencia del ombliguismo de los políticos en tanto clase, aunque hay que reconocer que la actual crisis del PP y la impudicia de sus dirigentes por arreglar “lo suyo” hace a muchos sentir todavía más vergüenza, porque ya no es sólo el colectivo el que queda en evidencia, sino que es posible ponerle nombre y apellidos al interesado. Es tan evidente, tan burda la maniobra de todos ellos por permanecer a flote a costa de lo que sea menester, que sonroja a cualquiera con un mínimo de pudor. Es por eso que tienen auténtica alergia a todo lo que huela a democracia, de ahí el temor y el recelo de toda la dirigencia a darle la palabra a gentes que, dada su independencia (puesto que viven de su trabajo y esfuerzo, no de la explotación del contribuyente), no pueden controlar con facilidad. Ese es el pánico a unas primarias que ni siquiera se creen ya los que las propusieron.

Lo único positivo que se puede extraer del desnudo integral que está mostrando la clase política española es que se ha iniciado un movimiento cívico –incipiente, sin duda- al que se unen cada vez más voces y que, desde abajo, desde donde se paga todo el tinglado, empieza a exigir el relevo de una clase, de una casta política que no está moralmente capacitada para gobernar. Las primarias es posible que no lleguen al PP en el próximo Congreso, pero más pronto que tarde, las bases del partido tomarán el mando del mismo modo en que la sociedad española tomará las riendas de su futuro, con nuevas ideas y con gente dispuesta a servir y no a servirse. Este es un movimiento afortunadamente imparable. Tan imparable que no tardaremos mucho en ver como cambian de chaqueta muchos de los que hoy apuestan por la continuidad de su sistema. Tiempo al tiempo. Triste será que, cuando llegue San Martín, nos olvidemos de la desnudez con que hoy se presentan.

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